Llegar a Japón, Alice Munro

Fragmento

«Aquel otoño y también durante el invierno y la primavera siguientes, no hubo un día que no pensara en él. Era como tener el mismo sueño nada más dormirte. Recostada en el almohadón negro del sofá, fantaseaba con que la estrechaba entre sus brazos. Era de imaginar que no recordara su cara, pero se le aparecía con todo detalle, el rostro arrugado de un hombre de vuelta de todo, irónico, dado a los ambientes cerrados. De cuerpo tampoco estaba mal, quizá un tanto venido a menos pero competente, y deseable como ningún otro.

El deseo la dejaba al borde del llanto. Aún así toda esa fantasía desaparecía, entraba en hibernación, en cuanto Peter llegaba a casa. Entonces los afectos cotidianos cobraban relevancia, tan solventes como siempre.

El sueño se parecía mucho, de hecho, al clima de Vancouver: una especie de añoranza sombría, una tristeza lluviosa y etérea, un peso que orbitaba alrededor del corazón.

¿Y el rechazo a besarla, que podía parecer un golpe descortés?

Simplemente lo eliminó sin más. Lo enterró en el olvido.

¿ Y su poesía? Ni un verso, ni una palabra. Ni un solo indicio de que jamás le hubiera importado.

Naturalmente cedía a esos arrebatos, sobre todo cuando Katy dormía la siesta. A veces llamaba al hombre en voz alta, se entregaba a la estupidez. A continuación la embargaba una vergüenza lacerante, que la hacía despreciarse. Qué estupidez, desde luego. Estúpida.

Y de pronto la situación dio un vuelco, la posibilidad y luego la certeza del trabajo en Lund, el ofrecimiento de una casa en Toronto. Un cambio brusco del tiempo, un acceso de temeridad.

Sin darse cuenta empezó a escribir una carta. No empezaba de una manera convencional. Nada de querido Harris. Nada de me recuerdas.

Escribir esta carta es como meter una nota en una botella…

Y esperar

que llegue a Japón. (…)»

 

Novela Mi vida querida de Alice Munro

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