«A medida que pasaron los años, me desarrollé como cualquier otra niña de mi edad. Hacía las mismas actividades que las demás, volcándome mucho al mundo exterior, a mis amigas, a mis pololos, al colegio, al deporte. Acarreaba una falsa indiferencia que me ayudaba en el día a día. Decidí que quizás mi mamá me querría más si sobresalía en algo y me propuse ser una estupenda alumna. Pero a ella le interesaban más los estudios de Nicolás y me felicitaba por mis notas muy de pasada. Entonces, al ver que la cosa no iba por ahí, me dediqué al deporte, segura de que eso impresionaría a mi mamá, especialmente por lo sedentaria que era ella, quizás jugar a su opuesto le llamaría la atención. Me convertí en una de las mejores jugadoras de basketball del colegio, pero todo lo que logré fue ella asistiera a un solo partido. Como última alternativa, me propuse ser una perfecta dueña de casa. Tomé un curso de cocina y a los quince años cocinaba como una experta. Sabía poner la mesa y adornarna como nadie, sin embargo eso sólo condujo a la explotación, cuando venían visitas ella me pedía que yo me hiciera cargo. A veces me miraba con una expresión extrañada, fruncía el ceño y comentaba: ¿A quién habrás salido, Francisca? Cuando mis méritos ya resultaban imposibles de desconocer, me dijo un día, con un tono que yo interpreté como burlón: siempre he sospechado que la gente que es buena en todo en el fondo no es buena para nada.»
Diez mujeres de Marcela Serrano